Pues, se�ores, vengamos al caso: era �ste que viv�an enamorados do�a Fortuna y don Dinero, de manera que no se ve�a al uno sin el otro. Tras de la soga anda el caldero; tras do�a Fortuna andaba don Dinero: as� sucedi� que dio la gente en murmurar, por lo que determinaron casarse.
Era don Dinero un gordote rechoncho, con una cabeza redonda de oro del Per�, una barriga de plata de M�jico, unas piernas de cobre de Segovia y unas zapatas de papel de la gran f�brica de Madrid.
Do�a Fortuna era una locona, sin fe ni ley, muy raspagona, muy rala, y m�s ciega que un topo.
No bien se hubieron los novios comido el pan de la boda, que se pusieron de esquina: la mujer quer�a mandar, pero don Dinero, que es engre�do y soberbio, no estaba por ese gusto.
Se�ores, dec�a mi padre (en gloria est�) que si el mar se casase, hab�a de perder su braveza; pero don Dinero es m�s soberbio que el mar y no perd�a sus �nfulas.
Como ambos quer�an ser m�s y mejor y ninguno quer�a ser menos, determinaron hacer la prueba de cu�l de los dos tendr�a m�s poder.
-Mira -le dijo la mujer al marido-, �ves all� abajo en el chueco de un olivo aquel pobre tan cabizbajo y moh�no? Vamos a ver cu�l de los dos, t� o yo, le hacemos mejor suerte.
Convino el marido; enderezaron hacia el olivo y all� se encamparon; �l raneando, ella de un salto.
El hombre, que era un desdichado que en la vida le hab�a echado la vista encima ni al uno ni al otro, abri� los ojos tama�os como aceitunas cuando aquellos dos us�as se le plantaron delante.
-�Dios te guarde! -dijo don Dinero.
-Y a us�a tambi�n -contest� el pobre.
-�No me conoces?
-No conozco a su merced sino para servirle.
-�Nunca has visto mi cara?
-En la vida de Dios.
-Pues qu�, �nada posees?
-S�, se�or; tengo seis hijos desnudos como cerrojos, con ga�otes como calcetas viejas; pero en punto a bienes, no tengo m�s que un coge y come cuando lo hay.
-�Y por qu� no trabajas?
-�Toma! Porque no hallo trabajo. �Tengo tan mala fortuna, que todo me sale torcido como cuerno de cabra! Desde que me cas� pareci� que me hab�a ca�do la helada, y soy la prosulta de la desdicha, se�or. Ah� nos puso un amo a labrarle un pozo a destajo, aprometi�ndonos sendos doblones cuando se le diese rematado; pero antes no soltaba un maraved�; asina fue el trato.
-Y bien que lo pens� el due�o -dijo sentenciosamente su interlocutor-, pues dice el refr�n dineros tomados, brazos quebrados. Sigue, hombre.
-Nos pusimos a trabajar echando el alma, porque aqu� donde su merced me ve con esta facha ruin, yo soy un hombre, se�or.
-�Ya! -dijo don Dinero-. En eso estoy.
-Es, se�or -repuso el hombre-, que hay cuatro clases de hombres: hay hombres como son los hombres; hay hombrecillos, hay monicacos y hay monicaquillos que no merecen ni el agua que beben. Pero, como iba diciendo, por mucho que cavamos, por m�s que ahondamos, ni una gota de agua hallamos. No parec�a sino que se hab�an secado los centros de la tierra; nada hallamos, se�or, a la fin y a la postre, sino un zapatero de viejo.
-�En las entra�as de la tierra! -exclam� don Dinero, indignado de saber tan mal avecindado su palacio solariego.
-No, se�or -respondi� el pobre-; no en las entra�as de la tierra, sino de la otra banda, en la tierra de la otra gente.
-�Qu� gentes, hombre?
-Las antr�pulas, se�or.
-Quiero favorecerte, amigo -dijo don Dinero metiendo al pobre pomposamente un duro en la mano.
Al pobre le pareci� aquello un sue�o y ech� a correr que volaba, que la alegr�a le puso alas a los pies; arrib� derechito a una panader�a y compr� pan; pero cuando fue a sacar la moneda no hall� sino un agujero, por el que se hab�a salido el duro sin despedirse.
El pobre, desesperado, se puso a buscarlo; pero �qu� hab�a de hallar! Cochino que es para el lobo no hay San Ant�n que le guarde.
Tras el duro perdi� el tiempo, y tras el tiempo la paciencia, y se puso a echarle a su mala fortuna cada maldici�n que abr�a las carnes.
Do�a Fortuna se tend�a de risa; la cara de don Dinero se puso a�n m�s amarilla de coraje; pero no tuvo m�s remedio que rascarse el bolsillo y darle al pobre otra onza.
A �ste le entr� un alegr�n que le sal�a el coraz�n por los ojos.
Esta vez no fue a por pan, sino a una tienda en que merc� telas para echarles a la mujer y a los hijos un rocioncito de ropa encima.
Pero cuando fue a pagar y entreg� la onza, el mercader le puso por esos mundos, diciendo que aquella era una mala moneda; que, por tanto, ser�a su due�o un monedero falso y que lo iba a delatar a la justicia.
El pobre, al o�r esto, se abochorn� y se le puso la cara tan encendida que se pod�an tostar habas en ella; toc� de suela y fue a contarle a don Dinero lo que le pasaba, llorando por su cara abajo.
Al o�rlo do�a Fortuna, se desternillaba de risa y a don Dinero se le iba subiendo la mostaza a las narices.
-Toma -le dijo al pobre d�ndole dos mil reales-; mala fortuna tienes, pero yo te he de sacar adelante o he de poder poco.
El pobre se fue tan enajenado que no vio, hasta que dio de narices con ellos, a unos ladrones que lo dejaron como su madre lo pari�.
Do�a Fortuna le hac�a la mamola a su marido, y �ste estaba m�s corrido que una mona.
-Ahora me toca a mi -le dijo-, y hemos de ver qui�n puede m�s, las faldas o los calzones.
Acerc�se entonces al pobre, que se hab�a tirado al suelo y se arrancaba los cabellos, y sopl� sobre �l. Al punto se hall� �ste debajo de la mano el duro que se le hab�a perdido.
-Algo es algo -dijo para s�-; vamos a comprarles pan a mis hijos, que ha tres d�as que andan a medio sueldo y tendr�n los est�magos m�s limpios que una paterna.
Al pasar frente a la tienda en la que se hab�a mercado la ropa, lo llam� el mercader y le dijo que le hab�a de disimular lo que hab�a hecho con �l; que se le figur� que la onza era mala, pero que habiendo acertado a entrar all� el contrastador, le hab�a asegurado que la onza era buen�sima y tan cabal en el peso que m�s bien le sobraba que no le faltaba; que ah� la ten�a, y adem�s toda la ropa que hab�a apartado, que le daba en cambio de lo que hab�a hecho con �l.
El pobre se dio por satisfecho, carg� con todo, y al pasar por la plaza, cate usted ah� que la partida de napoleones de la Guardia Civil tra�a presos a los ladrones que le hab�an robado, y en seguida el juez, que era un juez como Dios manda, le hizo restituir los dos mil reales sin costas ni mermas. Puso el pobre este dinero con un compadre suyo en una mina, y no bien hab�an ahondado tres varas, cuando se hallaron un fil�n de oro, otro de plomo y otro de hierro. A poco le dijeron don, luego us�a y luego excelencia.
Desde entonces tiene do�a Fortuna a su marido amilanado y metido en un zapato, y ella, m�s casquivana, m�s desatinada que nunca, sigue repartiendo sus favores sin ton ni son, al buen tunt�n, a la buena de Dios, a cara o cruz, a manera de palo de ciego, y alguno alcanzar� al narrador si le agrada el cuento al lector.